Regreso sobre lo andado para verme en aquellos espacios de trabajo del Piso 15 del Edificio José Vargas en Los Caobos. Allá, en la Caracas de los primeros años del siglo 21, a donde llegamos provenientes de México desde la mitad de la década anterior. Lo diario era así: el primero con llave abría la oficina, regularmente a las 7.30 am. Se prendían las luces y se activaban aquellas áreas.

Ya para las 8.00 am había café y se servía.  Se prendían los equipos y aquellas maquinas empezaban a arrojar listas de tareas por resolver. Yo nunca presté mucha atención a aquellas listas despersonalizadas y electrónicas. Yo las combinaba con las propias, que hacia los lunes a base del recuerdo de lo pendiente o revisando cualquier papel con anotaciones breves. También recurría a libretas y cuadernillos donde iba tachando lo ejecutado, lo gestionado que luego guardaba para el desarrollo posterior de informes mensuales o semestrales.

Con esta escuela de listas manuscritas para atender tareas pendientes venía yo desde Vallarta 8 en la Ciudad de México donde por años y años también funcionó la oficina aquella; se trataba de la oficina sede continental de la Organización Regional Interamericana de Trabajadores, la ORIT. La diferencia de mi lista con la lista del Secretario General era que aquellas estaban anexas al material de trabajo o para trabajar, eran carpetas apiladas unas sobre otras, de las que sobresalían cartas y documentos. ¡Era efectiva esa manera!, era una forma de medir por volumen, la evolución del trabajo intelectual. Trabajo resuelto, ¡carpeta archivada!, menos carpetas al final de la jornada significaba un día productivo. Ya teníamos años con las computadoras, las de escritorio y las portátiles, pero eran como modernas maquinas de escribir que guardaban la información o permitían procesarla, y aún así, lo nuestro eran las listas manuscritas y las carpetas.

Para las 9.30 am estaba priorizado lo del día, y mi lista era secundaria. Pasaba a segundo plano porque siempre había prioridades, ¡siempre! Mas aun, luego de un viaje del Secretario General, era un torrente de ideas, gestiones y acciones a seguir y había que seguirlas. Se distribuían y se asignaban no solo ahí en aquellos espacios de Caracas y por área de trabajo; se asignaban a colaboradores de Buenos Aires, San José, Asunción, Sao Paulo, Lima o Bogotá. Otras prioridades y gestiones de aquellas listas corrían suerte diferente e iban a parar a Bruselas o Roma o Madrid.  La misma lista permitía el seguimiento y acompañar el desarrollo de la gestión con quien o a quien le fuera asignada.

Para las 11:00 am venia la correspondencia, llegaba por fax o por correo ordinario, se acomodaba por prioridad y venían las orientaciones o el dictado, las respuestas. Aquello se transcribía en la computadora y se imprimía para firma y sello y luego enviarse por fax.

El almuerzo era fuera de la oficina en tascas, restaurantes o areperas del entorno; al regreso, en la tarde, otra vez a los escritorios. Esas tardes eran de cada quien a lo suyo, había que salir de carpetas y hacer tachaduras de los puntos de las listas. Al final del día quedaban algunos pendientes para después. Para entonces eran las 7 u 8 de la noche.

El Secretario General era Luis Anderson, el panameño ex operario y técnico soldador del Canal de Panamá que fue Secretario General de su sindicato local, de su central nacional y por más de 20 años el Secretario General de la Organización Regional Interamericana de Trabajadores, la ORIT, la rama hemisférica de la CIOSL. También hizo otras cosas y destacó por ellas, fue Vice Ministro y Ministro del Trabajo y Desarrollo Laboral en su país en tiempos convulsos; formó parte de la Junta de Administración del Canal de Panamá como resultado de la entrada en vigencia de los Tratados Torrijos-Carter. También fue padre, esposo, hermano, hijo, compañero y amigo. Algunos afirman que de adolescente anduvo en las trifulcas de estudiantes de bachillerato y universitarios contra las cercas custodiadas por el ejército norteamericano que separaban la zona del canal del resto de país. Hoy, que se anda por todas partes en la ciudad de Panamá es impensable que no se pudiera andar por estas áreas en las que ahora se circula libremente. Compartí su despacho en Caracas porque él era el Secretario General de la ORIT y yo su asistente directo y por ello, era el responsable de las listas y las carpetas.

Las listas de puntos por hacer eran interminables en todos esos días; las pilas de carpetas en su escritorio nunca desaparecían porque siempre había algo nuevo o por resolver; confirmo que, entre punto y punto, entre llamadas y llamadas, lectura breve de documentos e informes había un viejo radio de 4 bandas que se encendía a las 5.00 pm y que después cambiamos por un televisor que ya era viejo. También había un refrigerador de oficina donde se atesoraba una botella de buen escoces para un trago algún viernes y debo confesar que tomábamos mucho café entre discusión, tertulia y tarea y tarea cada día.

Así se asistían las propuestas de las 32 organizaciones que atendíamos en toda la región. Sus representantes expresaban sus aciertos e inconformidades en el ámbito de trabajo nacional y nosotros armábamos maneras de como apoyar en lo internacional; allí en esas jornadas de Caracas terminábamos informes de proyectos y se elaboraban nuevas propuestas, se organizaban las agendas de decenas de reuniones y se establecían criterios para tomar decisiones. Había gente que atender allí mismo de forma presencial; También eran necesarias las consultas a otros miembros de aquel equipo esparcidos por la región y los miembros del Secretariado que despachaban desde Asunción y San José.

En algún momento de la semana sobrevenían reuniones del equipo de trabajo localizado en Caracas y todos entrábamos a una sala con una mesa de dimensiones medianas. Yo tomaba nota y me sentaba frente al Secretario General; la idea era estar atento, tomar notas, y notas y mas notas para engrosar las listas de tareas por hacer.

A veces terminaba una jornada y yo sentía que no hacíamos gran cosa, pero al día siguiente se resolvían las complicaciones de forma inesperada y no inesperada a la vez. Fluían como resultado de insistencias y gestiones del día o la semana anterior, entonces tachaba y daba por finalizado el punto en las listas. Así también se emitían recomendaciones en pequeñas hojas que se grapaban y anexaban a los documentos, podían traer solicitudes de opinión sobre artículos de prensa, cartas, gráficos o revistas especializadas. Unas circulaban entre la gente del equipo y luego regresaban al despacho del Secretario General con ideas o notas en señal de coincidencia o de no estar de acuerdo.

Así nos fuimos haciendo unos con otros, así pasaron los meses y los años. A veces la medida de los tiempos comunes y familiares era determinada por los tiempos de las reuniones anuales o semestrales o de congreso en congreso cada cuatro años.  Matrimonios, bautizos, y celebraciones familiares dependían de aquellas agendas laborales.

Al regresar en el tiempo, 15 años después, algunos no están acá presencialmente; entre ellos, aquel Secretario General de la ORIT de mirada cortante pero cálida, respingado como Don Quijote y con unos dedos índices largos y puntiagudos.

Otros nos dispersamos por el mundo para tratar de no dejarlo igual a como lo encontramos y aquella escuela y aquellos maestros quedaron sembrados para siempre en la vida de unos y en la vida de otros. Agradezco a la vida aquellas jornadas, aquellas tertulias, aquellos tiempos intensos de las ciudades de México y Caracas y aunque la lista de tareas pendientes ahora es electrónica, integrada al teléfono y al directorio y te recuerde a cada instante lo que tienes pendiente, no dejo de hacer mis listas y llevarlas camufladas entre libros y documentos. Tachar los temas resueltos brinda como alivio y al hacerlo se tiene la certeza de que se ha hecho lo necesario cuando incluso se puede hacer más; o de otra manera, entendiendo que falta mucho por hacer en estas tierras y que tenemos que hacerlo nosotros mismos.

Ernesto Marval, Ciudad del Saber, Panamá, 12 de septiembre de 2018.

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