A veces se te cruzan personas con las que intuyes coincidencias antes de intercambiar palabras. Pero cuando compruebas que se comparten pensamientos e inquietudes, anhelas la charla. Esa debió ser la sensación que tuve al conocer a Luis Anderson ya que, por encima de los prejuicios ideológicos, seguramente recíprocos, quise conversar con él.
Debió ser en Pittsburgh a mediados de septiembre de 1997 durante el Congreso de la AFL-CIO en el que Bill Clinton intervino defendiendo la “Fast Track” para concluír cuanto antes los acuerdos de libre comercio con países de América Latina. El presidente utilizó para defenderla el temor a la creación de la moneda única europea, el euro; arguyendo que con la nueva divisa la Unión Europea le disputaría a los EE.UU. una buena parte del comercio mundial, empezando por la que consideraba su área de mercados inviolable, Latinoamérica. Lamentablemente sobreestimó a los europeos, puesto que no hemos sido capaces de trazar y asumir una política comercial común, que junto con otras políticas también supranacionales hubiesen dado más solvencia a la Unión Monetaria y Económica.
Tampoco fueron muy sutiles los sindicalistas norteamericanos al oponerse a los acuerdos y dieron la impresión (tal vez lo pensaban realmente) de estar defendiendo más el proteccionismo de los estándares laborales en Norteamérica que preocupados sinceramente por la sobreexplotación de los latinoamericanos. Observé los gestos de Luis y en un descanso del congreso y me aventuré a darle mi opinión al respecto, y aún me aportó más razonamientos que perfilaron mucho mejor lo que yo pensaba. No estaba, no estábamos contra el libre comercio. Como muy bien vinieron a decir allá por los años veinte pioneros del socialismo, por ejemplo, el argentino Juan B. Justo (sí, además de las insignes figuras europeas del movimiento obrero, hubo líderes de gran lucidez en América del Sur) el proteccionismo engendraba la peor y más antinatural de las solidaridades: la de obreros y patronos de un país contra obreros y patronos de otros países, generalmente más pobres.
Anderson explicaba muy bien que el subcontinente tenía derecho a recibir nuevas inversiones para su desarrollo, al tiempo que eran totalmente legítimas las aspiraciones de sus trabajadores a disponer de empleos retribuidos dignamente y con derechos. Es decir, que la solidaridad no puede confundirse con la caridad. Esta se ejerce verticalmente, los de arriba para con los de abajo remediándoles circunstancialmente sus miserables condiciones de vida, pero sin alterar la jerarquía.
Para Luis, para quienes nos reclamemos sindicalistas, la solidaridad es horizontal y vincula a los trabajadores reconociéndose mutuamente como sujetos de los mismos derechos aún viviendo en situaciones y contextos diferentes; y precisamente compartiendo ese afán por superar las diferencias que emanan de las injusticias nos unimos en un proyecto emancipatorio que lucha por la igualdad en un mundo más justo e igualitario. Esa es a fin de cuentas la razón de ser del movimiento sindical internacionalista. En consecuencia, era partidario del equilibrio entre mercado y democracia; y tal vez guiado de esa manera de pensar la globalización aspiraba también a que Mercosur pudiera algún día parecerse a la Unión Europea. Me maravilló encontrar a un sindicalista americano más europeísta que muchos compañeros de Europa.
Esta fue una coincidencia tan básica que enseguida suscitó otros asuntos relacionados con retos inmediatos y de futuro a los que debía enfrentarse el movimiento sindical.
En Comisiones Obreras habíamos decidido en nuestro Vº Congreso Confederal (diciembre 1991) solicitar el ingreso en la CIOSL. Nunca habíamos querido afiliarnos a ninguna organización mundial mientras fuesen la expresión de la división ideologizada de los bloques proyectada sobre el movimiento sindical. Optamos por la Confederación Europea de Sindicatos desde su creación en 1973 justamente por la vocación unitaria y superadora de tales diferencias con la que nació y tras 17 años de vetos! fuimos admitidos el 14 de diciembre de 1990.
Pero inmediatamente después de la caída del Muro de Berlín indujimos el debate en el seno de CC.OO. acerca del nuevo escenario que también se perfilaba en el movimiento sindical mundial y el papel que en él podía desempeñar la CIOSL. Mi primer viaje como Secretario General, en 1988, fue a la Comisión Europea para entrevistarme con Jacques Delors, a Düsseldorf a continuación para reiterarle nuestra petición al entonces presidente de la CES y de la DGB, Ernest Breit; visité después a varios sindicatos afiliados a la CES que nos habían brindado su apoyo desde nuestra primera solicitud y a otros que habían mostrado más reticencias para darles a conocer los cambios operados en CC.OO. a raíz de nuestro IVº Congreso. Tras dejar claramente establecidas nuestras preferencias en política internacional, fuimos posteriormente, en marzo de 1989, a Moscú y Praga para deshacer un malentendido creado por algún dirigente anterior y dejarle meridianamente claro a la dirección de la FSM (a la real y a la formal) que CC.OO. jamás pertenecería a esa confederación.
Por fin entramos en la CIOSL en junio de 1996 y consideramos que con quien teníamos que estrechar relaciones en primer lugar era con la ORIT; precisamente para superar posibles reticencias dado que CC.OO. había mantenido relaciones bilaterales asiduas con bastantes sindicatos del área y quisimos dejar claro desde el principio nuestro respeto y lealtad a la organicidad encarnada en la ORIT. Inteligencia que también le debemos (y al menos personalmente agradeceré siempre) a Enzo Friso, quien antes como vicesecretario y después ya como secretario general de la CIOSL, primero ayudó a CC.OO. en el proceso hacia su incorporación y a continuación nos orientó en la que consideraba mejor manera de cristalizar nuestra aportación en el seno de la CIOSL.
Por aquellas fechas acababa de publicarse el libro que recogía unas conversaciones entre Bruno Trentín y Anderson. Antes de tenerlo en mis manos, tuve la oportunidad de coincidir con Trentín en una de las últimas reuniones de la Comisión Ejecutiva de la CES a la que asistió antes de abandonar la secretaria general de la CGIL y me transmitió las excelentes impresiones que había sacado del “Diálogo” mantenido con Luis. Bruno, que no era dado a efusividades, me reconoció que había apreciado en Anderson una notable claridad de ideas tanto para abordar el conflicto Norte- Sur (que se revelaba con toda su crudeza y colosales dimensiones tras la Guerra Fría) como la inexcusable renovación que debía acometer el sindicalismo así en Europa como en América.
Reconozco también yo que ese “anticipo” que me brindó Trentín me dio cierta ventaja la primera vez que le abordé y la seguí aprovechando un par de meses después en Isla Margarita. Allí volvimos a coincidir con motivo de una Cumbre Iberoamericana. No se ahorró su socarronería, envuelta en un comentario cariñoso, cuando intervino justo tras de mí.
Pero una vez dejamos la tribuna y pudimos apartarnos para charlar no dejó de sorprenderme en todo momento. Para empezar, me habló de sindicalismo socio-político que es precisamente uno de los principios fundamentales de CC.OO. con los que nos hemos definido desde la lucha antifranquista. Francamente, no conocía hasta entonces a nadie que contemplase tan explícitamente como Comisiones Obreras esa dimensión del sindicalismo; y más me sorprendió cuando me explicó el significado que él le daba. Concebía el carácter sociopolítico del sindicato de manera muy similar a la nuestra, partiendo de que la lucha por mejorar la distribución entre salarios y beneficios no agotaba, ni mucho menos, la lucha por la equidad. Era preciso que el movimiento sindical asumiese como indisociable de la lucha en los puestos de trabajo, el empeño por lograr derechos de ciudadanía como una educación universal pública y de calidad para que la igualdad de oportunidades no se quedase en mera retórica; el derecho a la salud o a vivir en condiciones de habitabilidad dignas y medioambientales sostenibles. Para concluir que tal desarrollo sociopolítico del sindicato comportaba a su vez afianzar su autonomía e independencia respecto de partidos y gobiernos. Aún más convencido estaba de profundizar en la independencia sindical dada la amarga realidad en la que partidos que se decían “hermanos” del movimiento sindical y gobiernos habían defraudado reiteradamente las esperanzas de construir sociedades más justas e inclusivas en países de ambas orillas del Atlántico.
Era Luis Anderson de los que no se anclaban en las certezas del pasado para no desasosegarse pensando el futuro, más incierto cuanto más se aproximaba el siglo XXI. Ni se escudaba en las adversidades para eludir la reflexión autocrítica y asumir errores para promover la renovación continua; aunque tuviese que esforzarse en comprender algo más tarde lo que al momento no supo entender y le había granjeado algún que otro disgusto.
Apenas volvimos a coincidir dos o tres veces antes de que terminase yo con los mandatos que había propuesto incluir por primera vez en los Estatutos de CC.OO. y lo eché en falta muchas veces: con la deriva deplorable del “chavismo” en Venezuela, los fiascos de Mercosur; las rencillas en la coordinación del sindicalismo latinoamericano y tantos otros asuntos que, estoy seguro, nos seguían inquietando.
Siendo yo de Orihuela puede quedar como un recurso retórico recurrente, entresacar de la Elegía Ramón Sijé, compuesta por Miguel Hernández, el verso en el que requiere regresar a su amigo muerto porque “tenemos que hablar de muchas cosas compañero del alma, compañero”. Sin embargo, espero que estas abusivas (por extensas) líneas avalen que me quedé con muchas ganas de seguir conversando con Luis.
Al menos, quienes le conocimos podemos atestiguar quince años después que la muerte, brusca y mezquina, fracasó porque fue incapaz de borrar su vida.
Antonio Gutiérrez Vegara. Madrid, octubre 2018.